Por: Gerardo Torres Zelaya*
Este año iba en la línea tres del metro en Ciudad de México, la verde suave, la que te lleva a Indios Verdes. Y en eso escuche «Tlatelolco» y cómo si me empujaran salí del vagón y camine hacia la calle, mire la plaza y me puse las manos en la cabeza. Había llegado.
Mi vida en la Universidad se basaba en pasar clases casi sin esforzarme (la mayoría de las ocasiones no me lo podía creer que eso fuera la universidad… Había que leer folletos y contestar exámenes obvios), además de eso bebía un montón e iba a fiestas y conciertos, trabajaba y me la pasaba con una pañoleta rojo y negra en el brazo izquierdo organizando estudiantes en distintas unidades académicas. Ganamos muchas, perdimos pocas. Leía insaciablemente cómo un preso y me tomaba la universidad cómo quién pide unos tacos donde «Don Tito».
Siempre tuve a Tlatelolco en la cabeza probablemente por la evidente influencia mexicana que tenía la biblioteca de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH), sabía más de Díaz Ordaz que de Ricardo Maduro, presidente de Honduras en ese momento. Conocí al Ejército Zapatista de Liberación Nacional EZLN al mismo tiempo que al Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras COPINH y entendía que eran lo mismo en muchas formas, que al menos eran la misma conclusión al problema neoliberal. Que eran ellos y ellas quienes mejor entendían de que se trataba.
Entonces yo entraba a un aula y pedía permiso a los maestros y en pleno 2002 empezaba a hablar del movimiento estudiantil de 1968, de Tlatelolco y París. Lo extendía hasta Chile y la victoria de 1970, lo conectaba a los universitarios de La Habana en el 1958 y aterrizaba en el Movimiento de Bases del Frente de Reforma Universitaria FRU a inicios de 1980, con Becerra y los compas. Compañeros y Compañeras: Somos Hijos e Hijas del 68, decía.
Hice asambleas sin previo aviso, reunía a mis futuros colegas en el patio del 4A y discursaba, discursaba en las aulas, discursaba enfrente de los portones, y lo hacía en cualquier café o bar. Siempre hablaba de lo mismo, usando datos y aproximaciones distintas. Pero siempre era hablar del levantamiento mundial de los estudiantes de 1968 y cómo en medio de eso en la Plaza de las Tres Culturas de México DF hubo una masacre que le costó la vida a más de 100 compañeros aquel 02 de octubre inolvidable.
Tlatelolco… Tlatelolco…
México tiene esa capacidad mágica de volver propios, nombres impronunciable cómo Ayotzinapa. Se vuelven conjuros que uno recita en voz baja todo el día, cómo si se tratara de una oración en la que ve la cara de todos y todas aquellas que al igual que uno, fueron parte del movimiento estudiantil pero cayeron. Pero ya no están. Entonces uno dice Tlatelolco y Ayotzinapa y los ve.
Llegué a Tlatelolco, ya no cómo muchacho, si no cómo sobreviviente. Cómo alguien que logró escabullirse de las balas del enemigo y de la desidia y acomodamiento del tiempo. Llegué y los vi a todos y todas. Los que murieron en México, en Honduras y en todo el mundo. Quienes murieron en universidades, selvas, montañas y calles. Mire a los ojos todas las bajas en mi trinchera, bajas de estos 50 años donde no hemos dejado de pelear. Me asomé y vi también la trinchera del enemigo. Siempre vestido de militar, manchado de codicia, validado por los medios de comunicación y persignado por las iglesias cobardes. Ahí estaban ellos, aquí seguimos nosotros.
Tlatelolco sigue siendo un ejemplo de lo bueno y lo perverso. Y el movimiento estudiantil de América Latina sigue caminando por la senda que marcaron esos muchachos y muchachas aquel temprano octubre olímpico.
Que no se nos olvide nunca: ¡Somos los hijos e hijas del 68!
*Periodista.