Por: José Carlos Cardona
Jamás olvidaré el 27 de enero de 2010 por dos cosas que pasaron: ese día me pagaron mi último sueldo en la Municipalidad de mi pueblo, dinero con el cual me tocaría venirme a vivir a Tegucigalpa.
Y la segunda cosa que vi fue a Pepe en televisión, con la banda presidencial puesta y con Leonel Fernández junto a él, bajándose de una Toyota Prado en la embajada de Brasil, luego de ser investido como el primer presidente de la época posgolpista de Honduras. Iba por Mel, su paisano y compañero en el Congreso Nacional varias veces, su contrincante político y, digámoslo, el presidente de Honduras que debió entregarle la banda en el Estadio Nacional.
Exultante, salió con un Mel Zelaya decaído por el maltrato y la tortura psicológica sufrida en ese edificio, pero sonriente, hacia el aeropuerto Toncontín, desde donde Mel partió al exilio a Dominicana, llevándose consigo la última carta de la salida del golpismo y la búsqueda de soluciones para el país. Como diría años después Mel, «las élites le ordenaron soltarme para que el mundo les volviera ver como un país».
Su gobierno como ya sabemos, se convirtió en el más impune y corrupto que la historia del país haya visto. Las estimaciones de saqueo de las arcas estatales calculan en 100 mil millones todo lo robado en esos 4 años, con más de 250 funcionarios públicos implicados en casos de corrupción.
El proyecto oligárquico del golpismo consistiría en crear una burguesía paralela a la élite económica palestina y judía del país y el Partido Nacional, una organización criminal experta en sacar dinero del Estado, empezó el largo proceso de esquilmar hasta el último centavo posible.
Sonriente y pusilánime, Pepe no dejó de vender su proyecto de reconciliación nacional, de retorno a la normalidad, de paz entre todos. Se empobrecieron 1,1 millones de personas, 300 mil más de los que el gobierno de Mel había sacado de la pobreza.
En el Congreso Nacional, su pupilo Juan Orlando Hernández, que ya gozaba con dos alias (Cipote Malcriado y Caseta de Peaje), se dedicó a hacer su proyecto electoral propio y a cooptar instituciones, presupuestos y aliados. Pepe, entretanto, se dedicó a disfrutar de su presidencia y mantener esa corrupción micro, de emplear familiares y amigos, permitirle a su mujer robar unos cuantos millones y dar contratos a su gente. En una feria de Catacamas esos años dijo: «¿para qué es el poder si no es para los de uno?»
JOH y los suyos mientras tanto, saquearon la seguridad social del país, otorgaron 450 concesiones de ríos y mineras y eligieron una Corte Suprema ilegal, cooptando a la sociedad civil y formando un poderoso lobby en el Departamento de Estado gringo. ¿Mencioné que su hermano conspiraba para destruir al cartel que controlaba el este del país (Cachiros) para fortalecer el suyo (Valle) y convertirse en el narcotraficante más grande de Centroamérica? Bien, lo hizo.
También, con el beneplácito de Pepe, JOH destruyó a todos sus contemporáneos, a la generación cuarenteña del Partido Nacional. Uno a uno, fueron sucumbiendo todos los presidenciables: Lena Gutiérrez, Óscar Álvarez, Toño Rivera, Miguel Pastor, entre otros. Dedicados todos a saquear instituciones, JOH comenzó una estrategia de extorsión y chantaje para minimizarlos y controlar el Partido. Pepe estaba confiado. Su pupilo, Reinaldo Sánchez, con tanto talento para la política como un brócoli, era su carta para la presidencia.
En 2013, Pepe abrió los ojos y entendió lo que había pasado. Le habían quitado el Partido y ya no tenía poder, la figura presidencial había sido reducida a su mínima expresión y JOH tenía de los güevos a todos los liderazgos. Con Callejas al margen y Maduro fuera de la jugada, ninguna vieja guardia cuidaba al Partido de Zúniga Agustinus.
Reinaldo se le dio vuelta luego de las primarias y Ricardo hizo tremendo escándalo cuando le hicieron fraude en 2012. Encima, JOH había secuestrado al Partido Liberal a través de los Rosenthal y ni siquiera ahí se podía hacer nada. Yani entendió la puñalada hasta que a él mismo le hicieron fraude. Era tarde. Todos fueron timados por un hombre poco más alto que Benito Juárez y cuya única perorata en la campaña era gritar que venía de las tierras del indómito cacique Lempira.
Para el final de 2013, Pepe estaba convencido de su incompetencia y error, del monstruo que había ayudado a crear. También era tarde para arrepentimientos y, como dijo después, no quiso decir nada para que su partido no perdiera las elecciones de ese año. Bueno, igual las perdieron pero hicieron fraude.
Y así, JOH se convirtió en enemigo privado, como esos familiares que te saben cosas y que las usarán en cualquier momento allí donde intentés rebelarte contra ellos.
Pues bien, 5 años después, ambos son enemigos públicos, hubo un segundo fraude, la esposa de Pepe está presa y sentenciada, como sentenciado está un hijo suyo por narcotraficante e imputado su hermano mayor, un señor de 84 años que ninguna necesidad tenía de robar. Pero así fue ese gobierno, todo el que podía, lo hacía.
Hoy, en un patio afuera de la Corte, Pepe aguardaba, rodeado de policías antimotines, como en esas escenas de películas péplum donde los emperadores se rodean de su guardia pretoriana justo antes de caer derrotados.
La cara taciturna y desencajada y las manos rugosas y deformes sosteniendo una barba despoblada. El hombre del puño firme y la sonrisa bonachona esperaba, como aquel coronel en el puerto esperando el correo que nunca le llegó. Y como el final de esa magistral novela de García Márquez, Pepe por fin entiende que sus actos irresponsables y su estupidez le han conducido a comer mierda, a encontrarse ante la ineludible situación de convertirse por la historia en el hombre que salvó al país al abrir la boca o murió siendo un canalla guardián de un silencio que grita impotencias que no le importan a nadie.